“A principios de 1936 Durruti vivía justo al lado de mi casa, en un pequeño piso en el barrio de Sans. Los empresarios lo habían puesto en la lista negra. No encontraba trabajo en ninguna parte. Su compañera Émilienne trabajaba como acomodadora en un cine para mantener a la familia.
    Una tarde fuimos a visitarle y lo encontramos en la cocina. Llevaba un delantal, fregaba los platos y preparaba la cena para su hijita Colette y su mujer. El amigo con quien había ido trató de bromear: “Pero oye, Durruti, ésos son trabajos femeninos.” Durruti le contestó rudamente: “Toma este ejemplo: cuando mi mujer va a trabajar yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además baño a la niña y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada.”

    “Para mí, su heroísmo no estaba tanto en lo que dicen los diarios sino, sobre todo, en su vida cotidiana. Claro, eso lo sabe muy poca gente, lo saben los que lo conocieron en el café de la esquina, en su casa o en la cárcel.
    Por las manos de Durruti han pasado millones, y sin embargo le he visto remedándose las plantillas de los zapatos porque no tenía dinero para llevados al zapatero. A veces, cuando nos encontrábamos en un bar, no tenía siquiera el dinero para pedir un café.
    Cuando iban a visitarnos salía a menudo con un delantal puesto, porque estaba pelando patatas. Su mujer trabajaba. A él no le importaba; no conocía el machismo y no se sentía herido en su orgullo al hacer las labores domésticas.
    Al día siguiente tomaba la pistola y se echaba a la calle para enfrentarse a un mundo de represión social. Lo hacía con la misma naturalidad con que la noche anterior había cambiado los pañales a su hijita Colette”.

Testimonios recogido en Hans Magnus Enzensberger, El corto verano de la anarquía, (Barcelona, Anagrama, 2002)